
En una de esas declaraciones que marcan el fin de una era, un alto directivo de Ford acaba de admitir en voz alta lo que muchos sospechaban pero nadie en Detroit se atrevía a decir: el motor de combustión, el corazón y el alma del automóvil durante más de un siglo, ya no importa. O al menos, ya no es el factor que define la compra de un coche. Y ante esta dolorosa realidad, la solución que plantea Ford es tan pragmática como desoladora para los puristas: dejar de invertir en su desarrollo y subcontratarlo a otros.
¿Y quién es el principal culpable de que uno de los gigantes de Detroit tire la toalla en lo que fue su mayor orgullo? La respuesta es una palabra de cinco letras que provoca sudores fríos en las sedes de las marcas occidentales: CHINA. La industria automotriz china ha cambiado las reglas del juego para siempre, y los fabricantes tradicionales están entrando en pánico.
«No los definen»: las palabras que entierran un siglo de historia del motor
Las declaraciones, recogidas por Automotive News, son de John Lawler, vicepresidente de Ford, y no tienen desperdicio. «Antes, el motor de combustión definía lo que era un vehículo: la potencia, la cilindrada, el par motor y todo lo demás. Creo que gran parte de eso ha desaparecido«, sentenciaba Lawler. Para él, los consumidores de hoy ya no valoran las especificaciones técnicas de un motor como lo hacían hace 30 años.
La conclusión de Ford es lógica, aunque dolorosa: si el motor ya no es un elemento diferenciador clave, ¿qué sentido tiene seguir invirtiendo miles de millones en una tecnología que al cliente final le da cada vez más igual? La solución, según Lawler, es aumentar la subcontratación de esta industria, delegar en otras compañías el desarrollo de la mecánica y dedicar esos valiosísimos recursos económicos a luchar en la guerra que de verdad importa.
Ford, la compañía del V8, del Mustang, del ‘caballo más grande, ande o no ande’, diciendo que el motor es secundario. Es como si Coca-Cola admitiera que el sabor de su refresco ya no es relevante. Un auténtico terremoto que demuestra el pánico que reina en la industria.
El verdadero rival y la «amenaza existencial» que viene de Oriente
Y esa guerra que de verdad importa tiene un frente muy claro. Lawler lo dice sin tapujos: «Tenemos que ser competitivos con ellos (China) no solo en la velocidad de desarrollo, la capacidad de software, la arquitectura eléctrica, sino también en la capacidad global de electrificación«.
No es una sorpresa. El propio Jim Farley, CEO de Ford, ya calificó hace unos meses a los coches chinos como una «amenaza existencial» para las compañías occidentales. La ironía es que, poco después, se le vio paseándose embelesado con un Xiaomi SU7, un coche que se trajo para «estudiar» y del que dijo que era «fantástico».
Cuando el máximo dirigente de un gigante como Ford se dedica a importar y a alabar públicamente el coche de la competencia (una competencia que viene de una empresa de móviles), sabes que la cosa es muy, muy seria. Eso no es respeto, es pánico estratégico.
¿Qué valoramos ahora en un coche? El ecosistema es el nuevo motor V8
Lo que Farley y Lawler han entendido (quizás demasiado tarde) es que el valor de un coche ya no reside solo bajo el capó. Lo que fascina del Xiaomi SU7, de un Tesla o de otros coches chinos no es solo su mecánica eléctrica; es su capacidad para formar parte de un ecosistema digital cohesionado, de ser un «smartphone con ruedas».
La conexión perfecta con nuestro móvil, las actualizaciones de software que mejoran el coche mientras duermes, las apps, la experiencia de usuario de la pantalla… el software se ha comido a la mecánica. Tesla construyó su imperio sobre esta idea, y las marcas chinas la están perfeccionando, convirtiendo el coche en un centro interactivo que va mucho más allá del simple transporte.
Como resumía un compañero periodista tras visitar el Salón del Automóvil de Shanghái: «Durante años, Occidente fue la meta. El espejo donde se miraban las marcas chinas. El estándar que había que alcanzar. Hoy, ese espejo está roto«. Ahora, son ellos los que marcan el ritmo.

Diferenciarse cuando todos los coches empiezan a ser (casi) lo mismo
Hasta ahora, la industria jugaba a diferenciarse en el plano mecánico. Los japoneses presumían de fiabilidad, los americanos de motores gigantes y los europeos de un equilibrio entre prestaciones y practicidad. Pero con las normativas de emisiones obligando a reducir las cilindradas y la electrificación estandarizando las plataformas, esas diferencias se están difuminando a una velocidad de vértigo.
En un futuro donde muchos coches compartirán baterías, motores eléctricos y plataformas, la única forma real de diferenciarse será a través del software, la experiencia de usuario y el ecosistema que ofrezcas. Y ahí, parece que China lleva varios cuerpos de ventaja.
Conclusión Gurú Tecno: Ford admite la cruda realidad, el coche ya es otra cosa
La confesión de Ford es una de las noticias más significativas del año en el mundo del motor. Es la constatación de que un gigante centenario ha entendido, por fin, que las reglas del juego han cambiado para siempre. La batalla ya no se gana en los cilindros, sino en los gigahercios del procesador central y en la calidad del software.
Admitir que no pueden (o que ya no tiene sentido) competir en todos los frentes y que van a externalizar el desarrollo de motores de combustión es un movimiento pragmático, doloroso y, probablemente, necesario para su supervivencia. Es una retirada táctica para poder concentrar sus recursos en la guerra de verdad: la del coche como dispositivo tecnológico.
Ford ha visto las orejas al lobo chino y ha decidido que es mejor comprarle los motores a otro y gastarse la pasta en software para que su coche, al menos, tenga una pantalla que no parezca de 2010. Es el fin de una era, amigos. Bienvenidos a la guerra de los coches-smartphone, una guerra donde, de momento, Occidente está perdiendo.
¿Crees que Ford hace bien en «rendirse» con los motores? ¿O es un error histórico? ¡Te leemos en los comentarios! Y no te olvides de seguir a Gurú Tecno en YouTube, Instagram y Facebook.